Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo

Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo
Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo

viernes, 30 de noviembre de 2012

CRISTIANISMO COMO ADVIENTO.JOSEPH RATZINGER


CRISTIANISMO COMO ADVIENTO
¿ESTAMOS SALVADOS? O, JOB HABLA CON DIOS


JOSEPH RATZINGER

LaA Iglesia celebra esta semana el adviento, y nosotros con ella. Si reflexionamos sobre lo que aprendimos en nuestra infancia acerca del adviento y su sentido, recordaremos que se nos dijo que la corona de adviento, con sus luces, es un recuerdo de los miles de años (quizás miles de siglos) de la historia de la humanidad antes de Jesucristo. Nos recuerda a todos aquella época en que una humanidad irredenta esperaba la salvación. Nos trae a la memoria las tinieblas de una historia todavía no redimida, en la que las luces de la esperanza sólo se encendían lentamente hasta que, al fin, vino Cristo, luz del mundo, y lo libró de las tinieblas de la condenación. Aprendimos también que estos miles de años antes de Cristo eran un tiempo de condenación, a causa del pecado original, mientras que los siglos posteriores al nacimiento del Señor son «anni salutis reparatae», años de la salvación restablecida. Recordaremos, finalmente, que se nos dijo que en adviento la Iglesia, además de pensar en el pasado, en el período de condenación y de espera de la humanidad, se fija también en la multitud de los que aún no han sido bautizados, para los que todavía sigue siendo adviento, porque esperan y viven en las tinieblas de la falta de salvación.
Si reflexionamos como hombres de nuestro siglo, y con las experiencias del mismo, sobre las ideas aprendidas de niños, veremos que apenas si podemos aceptarlas. La idea de que los años posteriores a Cristo, comparados con los precedentes, son de salvación nos parecerá una cruel ironía si recordamos fechas como 1914, 1918, 1933, 1939, 1945; fechas que indican los períodos de guerras mundiales, en las que millones de hombres perdieron sus vidas, a menudo en circunstancias espantosas; fechas que reviven el recuerdo de atrocidades en las que la humanidad no se vio nunca anteriormente. Una fecha (1933), que nos recuerda el comienzo de un régimen que alcanzó la perfección más cruel en la práctica del asesinato en masa; y, finalmente, brota la memoria de aquel año en el que la primera bomba atómica explotó sobre una ciudad habitada, ocultando en su deslumbrante resplandor una nueva posibilidad de tinieblas para el mundo.
Si pensamos en estas cosas, no nos resultará fácil dividir la historia en un período de salvación y otro de condenación. Y si, ampliando aún más nuestra visión, contemplamos la obra de destrucción y desgracia llevada a cabo, en nuestro siglo y en los anteriores, por los cristianos (es decir por los que nos llamamos hombres «salvos»), no seremos capaces de dividir los pueblos en salvados y condenados. Si somos sinceros, no volveremos a construir una teoría que distribuya la historia y los mapas en zonas de salvación y zonas de condenación. Más bien, nos aparecerá toda la historia como una masa gris, en la que siempre es posible vislumbrar los resplandores de una bondad que no ha desaparecido por completo, en la que siempre se encuentran en los hombres anhelos de hacer el bien, pero en la que también siempre se producen fracasos que conducen a las atrocidades del mal. En esta reflexión queda claro que el adviento no es (como quizá pudo decirse antiguamente) un santo entretenimiento de la liturgia que, por así decir, nos presenta el pasado y nos muestra lo que entonces ocurrió, para que podamos gozar con mayor alegría y felicidad la salvación de nuestros días. Tras las ideas anteriores, tendremos que reconocer que el adviento no es un puro recuerdo y distracción sobre el pasado, sino que el adviento es nuestro presente, nuestra realidad: la Iglesia no juega; nos muestra la realidad de nuestra existencia cristiana. Con este período del año litúrgico despierta nuestras conciencias, forzándonos a reconocer la falta de salvación no como un hecho que se dio alguna vez en el mundo, y que todavía se da en algún sitio, sino como un hecho situado en medio de nosotros y de la Iglesia.
Me parece que en esto corremos un cierto peligro: querer ocultarnos la realidad. Vivimos, por así decir, con los ojos cerrados, porque tememos que nuestra fe no pueda soportar la luz plena y deslumbradora de los hechos. Nos encerramos en nosotros mismos y procuramos no pensar en ellos para no derrumbarnos. Pero una fe que se oculta la mitad, o más, de los hechos, es en el fondo una forma de negación de la fe o al menos una forma muy profunda de credulidad mezquina, que teme que la fe no pueda competir con la realidad. No se atreve a aceptar que ella es la fuerza que vence al mundo.
Por el contrario, creer verdaderamente significa contemplar la realidad con corazón valiente y abierto, aunque esto vaya contra la imagen que a veces nos hemos hecho de la fe. Algo típico de la existencia cristiana es que nos abrevamos a hablar con Dios desde el abismo de nuestras tinieblas y tentaciones, igual que Job. Es esencial que no pensemos ofrecer a Dios solamente una mitad de nuestro ser (la parte buena), reservando el resto por temor a enojarlo. No; precisamente ante él podemos y debemos colocar, sin ambages, toda la carga de nuestra existencia. Olvidamos demasiado que en el libro de Job, transmitido por la sagrada Escritura, Dios proclama, al final, que Job es justo, aunque le ha dirigido los más duros reproches; mientras que sus amigos son falsos oradores, a pesar de haber defendido a Dios, y haber buscado a todo una solución bonita y una respuesta.
Comenzar el adviento no significa otra cosa que hablar con Dios igual que Job. Significa ver con valentía toda la realidad, el peso de nuestra existencia cristiana, y presentarla ante el rostro justiciero y salvador de Dios, aunque no podamos dar ninguna respuesta —como Job—, sino que tengamos que dejársela a Dios, manifestándole qué faltos de palabras nos encontramos en nuestra oscuridad.
La promesa incumplida
Intentemos, pues, reflexionar ahora en la presencia de Dios sobre esta plena realidad del adviento, que no es un juego, sino la esencia de nuestra vida cristina. Tomo dos imágenes y pensamientos de la sagrada Escritura, que muestran patentemente la forma en que nos afectan a los hombres de hoy los problemas del adviento y la manera de experimentar su realidad; pero no lo hago para efectuar un análisis profano, sino intentando entablar un diálogo con Dios.
En el profeta Isaías (c. 11) se encuentra la visión del tiempo mesiánico, cuando haya llegado el retoño de David, el salvador. Sobre este período se dice:
Habitará el lobo con el cordero, y el leopardo se acostará con el cabrito, y comerán juntos el becerro y el león, y un niño pequeño los pastoreará. La vaca pacerá con la osa, y las crías de ambas se echarán juntas, y el león, como el buey, comerá paja. El niño de pecho jugará junto al agujero del áspid, y el recién destetado meterá la mano en la caverna del basilisco. No habrá ya más daño ni destrucción en todo mi monte santo, porque estará llena la tierra del conocimiento del Señor, como llenan las aguas el mar (Is 11, 6-9).
Se describe la época del mesías como un nuevo paraíso. Es verdad que muchas de estas cosas son simple imagen. Pues el que los osos y corderos, los leones y las vacas vivan tranquilamente juntos es, naturalmente, una visión imaginaria que desea expresar algo más profundo. No esperamos que se produzca esto en nuestro mundo. Pero el texto cala mucho más hondo; esta imagen habla de la paz, que será la señal de los hombres salvados. Dice que los hombres redimidos son hombres de paz; que no actúan ya con malicia, malvadamente, porque la tierra está llena del conocimiento de Dios, que la cubre como un mar. Los hombres salvos —dice el texto— viven de la cercanía y de la realidad de Dios, de forma que son plenamente pacíficos.
Pero, ¿qué ha sucedido de esta visión en la Iglesia, entre nosotros que nos llamamos «salvados»? Todos sabemos que no se ha cumplido, que el mundo ha sido, y sigue siendo más que nunca, un mundo de lucha, de inquietud, un mundo que vive de la guerra de unos contra otros, un mundo marcado con la ley de la maldad, de la enemistad y del egoísmo; un mundo que no está cubierto por el conocimiento de Dios —como la tierra por las aguas—, sino que vive alejado de él, en medio de tinieblas.
Esto nos conduce a un segundo pensamiento, que se impone cuando leemos la profecía de la nueva alianza en Jeremías:
Esta será la alianza que yo haré con la casa de Israel en aquellos días, palabra de Yavé. Yo pondré mi ley en ellos y la escribiré en su corazón... (Jer 31, 33). E Isaías dice lo mismo con más claridad: Todos tus hijos serán adoctrinados por Yavé (Is 54, 13).
En el Nuevo Testamento, el mismo Señor cita este texto (Jn 6, 45), indicando que en el tiempo de la nueva alianza ya no es necesario que unos hombres hablen a otros de Dios, porque todos están llenos de su presencia. En los Hechos de los apóstoles se vuelve a insistir en esta idea; en el discurso de pentecostés recuerda san Pedro una profecía semejante del profeta Joel, y dice que ahora se ha cumplido esta palabra:
Sucederá en los últimos días, dice Dios, que derramaré mi Espíritu sobre todos los hombres, y profetizarán vuestros hijos e hijas (Hech 2, 17; Joel 3, 1-5).
Una vez más hemos de reconocer lo lejos que nos encontramos de un mundo en el que no es necesario ser instruido sobre Dios, porque él está presente en nosotros mismos. Se ha afirmado que nuestro siglo se caracteriza por un fenómeno totalmente nuevo: por la incapacidad del hombre para relacionarse con Dios. El desarrollo social y espiritual ha provocado la aparición de un tipo de hombre que juzga inválidos todos los puntos de partida para conocer a Dios. Sea esto verdad o no, hemos de conceder que la lejanía de Dios, la oscuridad y problemática sobre él, son hoy más intensas que nunca; incluso nosotros, que nos esforzamos por ser creyentes, tenemos con frecuencia la sensación de que la realidad de Dios se nos ha escapado de las manos. No nos preguntamos a menudo: ¿sigue él sumergido en el inmenso silencio de este mundo? ¿No tenemos a veces la impresión de que, después de mucho reflexionar, sólo nos quedan palabras, mientras la realidad de Dios se encuentra más lejana que nunca?
Demos un nuevo paso. Creo que la auténtica tentación del cristiano de hoy no consiste en el problema teórico de si Dios existe, o si es trino y uno; tampoco en si Cristo es, simultáneamente, Dios y hombre. Lo que hoy nos angustia y nos tienta es, más bien, el hecho de la inoperabilidad del cristianismo: tras dos mil años de historia cristiana no vemos que se haya producido una nueva realidad en el mundo; éste sigue inmerso en los mismos temores, dudas y esperanzas que antes. También en nuestra existencia individual advertimos la debilidad de la realidad cristiana en comparación con todas las otras fuerzas que nos agobian. Y si, después de vivir cristianamente en medio de todos los esfuerzos y tentaciones, sacamos el resultado final, nos invadirá de nuevo el sentimiento de que la realidad se nos ha escapado, de que la hemos perdido, y sólo nos queda un último recurso a la débil lucecilla de nuestra buena voluntad. Entonces, en estos momentos de desánimo, cuando recorremos retrospectivamente nuestro camino, brota la pregunta: ¿para qué todo este conjunto del dogma, del culto y de la Iglesia, si al final volvemos a encontrarnos sumergidos en nuestra propia miseria? Esto nos hace volver al problema del mensaje del Señor: ¿qué es lo que él ha anunciado en realidad, y qué ha traído a los hombres? Recordaremos que, según la narración de san Marcos, todo el mensaje de Cristo se compendia en estas palabras:
Se ha cumplido el tiempo, y el reino de Dios está cercano: arrepentíos y creed en el evangelio (Mc 1. 15).
«Se ha cumplido el tiempo, el reino de Dios ha llegado». Tras estas palabras se encuentra toda la historia de Israel, ese pequeño pueblo que fue juguete de las potencias mundiales, y que probó sucesivamente todas las formas de gobierno existentes; hasta que, al fin, al ver que éstas no le traían la salvación, se dio cuenta de su fracaso. Aprendió muy bien que, cuando gobiernan los hombres, las cosas ocurren muy humanamente, es decir con muchas miserias e irresoluciones. En esta experiencia de una historia llena de desengaño, de servidumbre, de injusticia, Israel anheló cada vez más fuertemente un reino que no fuese de los hombres, sino de Dios; un reino de Dios en el que reinaría el verdadero Señor del mundo y de la historia. Gobernaría él, que es la misma verdad y justicia, para que, por fin, las únicas fuerzas dominantes en el hombre fuesen la salvación y el derecho. El Señor responde a esta espera represada a través de los siglos cuando dice: ha llegado el tiempo, ha llegado el reino de Dios. No es difícil imaginar la esperanza que producirían estas palabras. Pero también es muy comprensible nuestro desencanto cuando contemplamos lo que ha sucedido.
La teología cristiana, que se encontró pronto con esta discrepancia entre espera y cumplimiento, hizo del reino de Dios un reino celeste, situado en el más allá; la salvación del hombre la convirtió en salvación del alma, que también se realiza en el más allá, después de la muerte. Pero con esto no da ninguna respuesta. Porque lo grandioso del mensaje consiste en que el Señor no habla solamente del más allá y del alma, sino que llama a todo el hombre en su corporalidad y en cuanto incluido en la historia y la sociedad; lo grandioso consiste en que promete su reino a unos hombres que viven corporalmente con otros hombres. Cuanto más bello es este conocimiento redescubierto por la investigación bíblica en nuestro siglo (que Cristo no sólo miraba al más allá, sino que se refería al hombre concreto), tanto mayor puede ser nuestro desengaño y desánimo cuando contemplamos la historia real que no es verdaderamente un reino de Dios.
Podemos ampliar estas ideas si nos fijamos en el mensaje moral de Jesús, en esas palabras del sermón del monte, que contraponen a la casuística de los fariseos un simple llamamiento al bien:
Habéis oído que se dijo a los antiguos: no matarás; el que matare será reo de juicio. Pero yo os digo que todo el que se irrita contra su hermano será reo de juicio; el que le dijere «tonto» será reo ante el sanedrín y el que le dijere «loco» será reo de la gehenna del fuego (Mt 5, 21 s).
Cuando escuchamos estas palabras nos encanta la sencillez con que se destruyen las distinciones morales de la casuística, con que se prescinde de una teología moral que pretende capacitar al hombre para engañar a Dios con artimañas y procurarse la salvación. Nos entusiasma la sencillez con que no exige un precepto particular sino un «sí» incondicionado al bien. Pero cuando reflexionamos más de cerca sobre las palabras «el que dice a su hermano "tonto" será reo del infierno», nos resulta un juicio terrible, y la casuística de los fariseos casi llega a parecernos una forma de compasión, ya que al menos intenta conciliar el precepto con la debilidad humana.
Podemos aún reflexionar sobre lo que dijo Cristo a los dignatarios del Antiguo Testamento y a sus discípulos: cómo exigió que ya no hubiese más títulos, ya que todos son hermanos al vivir del mismo Padre (Mt 23, 1-12). ¡Con qué frecuencia hemos conciliado estas palabras, en la teoría y en la práctica, con las realidades que experimentamos en la Iglesia, con todos los rangos y distintivos, con todo el fausto cortesano! Pero hay cosas más profundas que estos problemas externos que, si bien no debemos infravalorar, tampoco debemos exagerar. Nos vemos forzados a preguntar: ¿no se ha desmoronado el ministerio neotestamentario en su misma esencia? San Agustín tuvo que decir a sus fieles que las duras palabras del Señor contra los servidores del Antiguo Testamento servían también para los servidores de la Iglesia:
En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos. Haced, pues, y guardad lo que os digan, pero no los imitéis en las obras, porque ellos dicen y no hacen. Atan pesadas cargas sobre las espaldas de los hombres, pero ellos ni con un dedo hacen por moverlas (Mt 23, 24).
¿Estamos salvados?
Pasemos ahora de la Escritura a la teología y veamos cómo ha explicado la salvación. Advertimos que ha seguido dos caminos, el de la teología occidental y el de la oriental. La teología occidental ha construido un sistema propio; dice que Dios fue infinitamente injuriado por el pecado, de forma que era necesaria una reparación infinita. Esta reparación infinita, que no podía ofrecerla ningún hombre, la llevó a cabo Cristo, el Hombre-Dios. El individuo particular recibe este beneficio a través de la fe y del bautismo, de manera que se le perdona la culpa general e indeleble que precede a cualquier otro pecado particular. Pero en este nuevo ámbito en que se encuentra debe andar con mucho cuidado. Cuando entra en la arena de la vida cristiana tiene la impresión de no haber sido salvado, como si en este sistema de gracia se hubiese quedado en un lugar inaccesible, teniendo el hombre que actuar y merecer sin su auxilio. De este modo, el sistema salva realmente la idea de la redención, pero ésta no actúa en la vida sino que permanece en algún sitio oculto, en un ámbito inabarcable de injuria y bondad infinitas, mientras nuestra existencia se desarrolla en las mismas tentaciones y dificultades, como si toda esta construcción no existiese.
La teología oriental ha explicado la salvación como una victoria conseguida por Cristo sobre el pecado, la muerte y el demonio. Estas potencias han sido vencidas por el Señor de una vez para siempre, y así el mundo está salvado Pero insistamos: cuando contemplamos la realidad de nuestras vidas, ¿quién se atreve a afirmar que estas fuerzas del pecado han sido derrotadas? Por nuestra propia existencia, llena de tentaciones, sabemos muy bien el poder inmenso que conservan. Y, ¿quién puede decir seriamente que la muerte ha sido vencida? Quizás nos enfrentamos aquí con el aspecto más humano de la no-salvación del hombre: en todas nuestras enfermedades, debilidades, soledades y necesidades seguimos sometidos al poder de la muerte y de su incesante presencia.
El Dios oculto
Es adviento. Y cuando reflexionamos en todas estas cosas que teníamos que decir —como Job hablando con Dios— experimentamos con plena evidencia que realmente todavía hoy sigue siendo adviento para nosotros. Pienso que debemos aceptar esto con sencillez. El adviento es una realidad incluso para la Iglesia. Dios no ha dividido la historia en una mitad luminosa y otra oscura. No ha dividido a los hombres en «salvados» y «condenados». Sólo existe una única e indivisible historia, caracterizada en su totalidad por la debilidad y miseria del hombre, y situada bajo el compasivo amor de Dios, que la abraza y acoge completamente 1.
Nuestro siglo nos obliga a conocer la realidad del adviento de forma totalmente nueva: la realidad de que hubo un adviento, pero que todavía hoy sigue habiéndolo. La realidad de que sólo existe una humanidad ante Dios. Que toda ella se encuentra en tinieblas, pero también que está iluminada por la luz de Dios. Y si es verdad que existió y existe un adviento, esto significa que Dios no fue puro pasado para ningún período precedente de la historia. Al contrario, Dios es origen para todos nosotros, ya que venimos de él; pero es también el futuro hacia el que caminamos. Lo que significa que no podemos encontrar a Dios más que saliéndole al encuentro cuando se acerca a nosotros esperando y exigiendo que nos pongamos en marcha. Sólo podemos encontrar a Dios en este éxodo, en este salir de la comodidad presente para correr hacia el oculto resplandor del Dios que se aproxima.
La imagen de Moisés, subiendo al monte y entrando en la nube para encontrar a Dios, es válida para todos los tiempos. Dios sólo puede ser encontrado —incluso en la Iglesia— si subimos al monte y entramos en la nube del enigma de Dios, oculto en este mundo. Los pastores de Belén, al comienzo de la historia neotestamentaria, enseñan lo mismo de otra forma. Se les dice: «Esto tendréis por señal: encontraréis al niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre» (/Lc/02/12). Con otras palabras: la señal para los pastores es que no encontrarán ninguna señal, sino sólo a Dios hecho niño; y, a pesar de este ocultamiento, deben creer en la cercanía de Dios. La señal exige de ellos que aprendan a descubrir a Dios en la incógnita de su ocultamiento. La señal exige de ellos que reconozcan que no es posible encontrar a Dios en las realidades perceptibles de este mundo, sino sólo saltando por encima de ellas.
Ciertamente, Dios ha puesto una señal en la grandeza y fuerza del universo, tras el que rastreamos algo de su poder creador. Pero la auténtica señal, la que él ha elegido, es el ocultamiento, comenzando por el pequeño pueblo de Israel y pasando a través del niño de Belén hasta morir en cruz pronunciando las palabras: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27, 46). Esta señal nos indica que las realidades de la verdad y del amor, las auténticas realidades de Dios, no son adquiribles en el mundo cuantitativo, sino que sólo pueden ser halladas cuando, pasando sobre éste, nos introducimos en un orden nuevo 2, Pascal ha expresado esta idea en su grandiosa teoría de los tres órdenes. Según él, existe en primer lugar el orden de la cantidad, poderosa e inconmensurable: el objeto inagotable de las ciencias naturales. El orden del espíritu —el segundo gran ámbito de la realidad— aparece, desde el punto de vista de lo cuantitativo, como la pura nada, pues no abarca un espacio que se pueda medir. Y, a pesar de todo, un solo espíritu (Pascal cita como ejemplo el espíritu matemático de Arquímedes), un solo espíritu, decíamos, es más grande que todo el orden del mundo cuantitativo, porque este espíritu, que no tiene peso, ni longitud, ni anchura, puede medir todo el cosmos. Mas por encima de él se encuentra el orden del amor. También éste, desde el punto de vista del «espíritu», de la inteligencia científica, como Arquímedes, es pura nada, pues le falta la comprobación científica y no aporta nada a este ámbito. Y, sin embargo, un único impulso del amor es infinitamente más grande que todo el orden del espíritu, porque representa la verdadera fuerza creadora, vivificadora y salvadora 3. A esta nada de la verdad y del amor, que no obstante es en realidad el verdadero uno y todo, nos conducirá el enigma de Dios, ya que él está oculto en este mundo y sólo puede ser encontrado en el ocultamiento. Es adviento. Todas nuestras respuestas son parciales. Lo primero que debemos aceptar es esta realidad continua del adviento. Si lo hacemos, empezaremos a conocer que la frontera entre «antes de Cristo» y «después de Cristo» no está marcada en la historia ni en los mapas, sino que sólo atraviesa nuestro propio corazón. En la medida en que vivamos del egoísmo, cerrados en nosotros mismos, seremos de «antes de Cristo». Pero roguemos al Señor en este período de adviento que nos conceda no ser ni de «antes de Cristo» ni de «después de él», sino el vivir realmente con Cristo y en Cristo: con él, que es el mismo ayer, hoy, y por los siglos (Heb 13, 8).
SER CRISTIANO. SIGUEME. SALAMANCA,1967. págs. 13-28

LA CORONA DEL ADVIENTO OBJETO LITÚRGICO



Tradiciones y origen de la corona de Adviento.






1.ESPERAR AL SEÑOR CON LA LÁMPARA ENCENDIDA.


Los mosaicos del siglo XII de la portada de la Basílica de Santa María in Trastevere de Roma, resumen plásticamente y anticipan, como si se tratase de una profecía, la tradición de la Corona del Adviento, que surgirá en las comunidades cristianas europeas en el norte de Europa en la primera mitad de siglo XIX. El mosaico, en su primera composición dePietro Cavallini, en el siglo XII, mostraba a en un trono a la Virgen con el niño Jesús, rodeada de cuatro muchachas; dos portan lámparas de aceite con la luz encendida, y otras dos, con velo, las llevan con la luz apagada. La escena inicial fue modificada en el proyecto de Carlo Fontana de 1702, que añadió seis vírgenes más, todas ellas con la luz encendida.


Sin pretensión autenticidad, interpretamos espiritualmente, los significados de dicha escena. La parábola de las vírgenes prudentes y necias, vislumbrada en el mosaico, es una llamada a esperar vigilante y diligentemente al Señor,  que es presentado por la Virgen, como luz nacida de la alto y se ha revestida de la condición humana. La luz hace referencia, en la tradición vetereotestamentaria a la acogida de la revelación divina (Sal 35, 10: “tu luz nos hace ver la luz”), la imagen opuesta representa la obstrucción y el rechazo de la revelación divina. ¿Cómo está nuestra lámpara ante la venida del nuestro Esposo y Señor? Llena del aceite, o más bien apagada y el velo de la tiniebla cierra nuestros ojos.  La expectación diligente y vigilante de Cristo es uno de los temas principales del Adviento. Las vírgenes ya no esperan solo al nacimiento de Cristo, pues este ya ha acontecido, sino que reconociendo su presencia en la historia por la encarnación (Epifanía), se abren a la manifestación gloriosa del Kyrios (Parusía). El óleo hace referencia a nuestra relación con Cristo, el Ungido. La Basílica romana esta erigida, según la leyenda, en la taberna meritoria,lugar destinado al descanso de los soldados veteranos. En el año 38 a C, en el pavimento de esta taberna, donde ahora se halla el ábside de la iglesia, brotó, durante todo un día, aceite de la tierra (fons olei). Tal prodigio, fue interpretado por los judíos de Roma como un anuncio del nacimiento del Mesías. Los cristianos romanos provenientes del judaísmo, lo refirieron al nacimiento de Cristo. El aceite, de esta leyenda. que se quema en la lámpara (o bien, la cera), para transformarse en luz, son una metáfora del cristiano que espera, con la fe de la luz de la Noche de Pascua, la consumación de la historia y del cosmos, la venida de Jesucristo.

2.TRADICIONES QUE DAN ORIGEN A LA CORONA DE ADVIENTO.


Tradiciones y costumbres diversas convergen en esta costumbre familiar de encender velas en una corona de abeto cuatro semanas antes de la fiesta de la navidad,
a) Simbología desde la historia de las religiones
Para la antigüedad las lámparas de aceite o las velas confeccionadas con la cera de la abeja, no eran simple linternas modernas, sino objetos con un significado religioso. La luz, que porta la lámpara, se identificaba con los conceptos del bien y del mal, el orden y el caos, la búsqueda del conocimiento, la iniciación, la verdad, la vida y la muerte.[1]
El hecho de encender lámparas y luminarias con una finalidad cultual y apotropaica, está atestiguado en la historia de las religiones. La luz proveniente de la lámpara ahuyenta los poderes maléficos e inquietantes de la tiniebla. La lámpara es signo de la presencia real de Dios. Así el Corán declara: “Dios es la luz de los cielos y de la tierra. Su luz es como una hornacina en la que hay un pábilo encendido” (Sura 24, 35).
En ocasiones las lámparas, como símbolo de la vida, eran colocadas en las columnas de las necrópolis funerarias y en las tumbas de los difuntos. En la tumba de Tutankhamón, descubierta en 1922 por el inglés Howard Carter, se hallaron lámparas de aceite. La piedad popular cristiana pone la candela, bendecida en el día de la Presentación, entre las manos del fiel, en su lecho de muerte, para que ilumine los últimos pasos de su camino hacia la eternidad. 
El hecho de encender las luces tanto de la casa como del templo tenía un valor religioso cultual. La mujer hebrea enciende ritualmente las luces de la fiesta del Sabbath. Entre los griegos y los romanos cuando el portador de la luz entraba pronunciaba una bendición o un buen deseo tal como “¡buena sea la luz!”. A lo que se respondía: “¡Bienvenida sea la luz!”. Todavía en el oficio hispanomozárabe se saluda diciendo: “En el nombre de nuestro Señor Jesucristo luz con paz
Los templos estaban iluminados por la luz de muchas lámparas Así en los templos egipcios se encendían luminarias en la noche de fin de año. En los templos grecoromanos las doncellas “vestales” cuidaban celosamente de que nunca se apagara el fuego de las "lámparas virginales". Por lo tanto, encender la luz de la lámpara para disipar la tiniebla y alentar la fe es una constante en la historia de las religiones.
La lámpara manifestaba la luz divina, y a la vez, ilumina los ojos y las conciencias de los fieles. Para facilitar su función iluminadora la vela se colocaba sobre soportes y pedestales, de donde surgieron los candelabros y las coronas dedicadas a la iluminación. La corona iluminatoria era un respaldo decorado de hojas de helecho, u otras hojas, perlas pequeñas y rayos metálicos. En este tipo de luminarias el simbolismo de la luz se une al simbolismo religioso de la corona. La forma circular de la corona hace referencia al simbolismo del cielo y, por lo tanto de la eternidad.
La corona de adviento enlaza con estas tradiciones, como lucernario anual, en el solsticio de invierno del hemisferio norte.
b) Influencia Judía: la fiesta de la Hanukkah.



La simbología de los elementos naturales recogida en la historia religiones, no es elemento principal para explicar los signos de la revelación judeocristiana. En la fe revelada el punto central se desplaza de la naturaleza a la historia. La corona de adviento no está sujeta solamente a la Simbología del solsticio de invierno sino a la revelación divina, tal y como la encontramos en la fiesta rabínica de la Hanukkah. La fiesta de la Hannukkah, también conocida como festival de las luces, comprende 8 días desde el 25 de Kislev hasta el 3 de Tevet[2] y conmemora la victoria de Judas Macabeo contra los Griegos y la purificación y dedicación del templo[3] el 25 de Kislev del año 164 a. C.  El Talmud describe en la Guemara, en el tratado Shabat (21b)[4] que los Macabeos, al entrar en el Templo profanado, no encontraron aceite puro para encender la Menorah. Tan solo había una alcuza aún sellada por el Sumo Sacerdote, con aceite para iluminar un día, pero que, milagrosamente, iluminó durante ocho días, tiempo necesario para consagrar el nuevo aceite. En un ambiente festivo, semejante a la Navidad cristiana, las familias judías piadosas encienden gradualmente durante ocho días, -una luz cada día- de la Menorah, conmemorando la victoria de Dios sobre oscuridad de la injusticia y la impiedad[5]. La progresión de las luces indica que la luz eterna llenará todo de luz:  "nosotros encendemos estas luces por los milagros...", por cada luz, un milagro; por cada milagro, la luz se engrandece.
c) Tradiciones cristianas.
Decoración de los Altares
Las lámparas y las coronas iluminan las iglesias y altares cristianos. Desde el siglo IV tenemos noticia de la existencias de coronae, canthara, polycandilon, gabatae. que iluminaban las Basílicas y las iglesias altomedievales. El Liber Pontificalis (I, 172-187) narra que Constantino donó a la basílica de San Pedro una corona de ochenta delfines de oro, otra de plata y más de cien coronas para las naves de la iglesia. Estas coronas colgaban de las pérgolas de los antiguos altares. El Liber Ordinum recoge una bendición para ellas[6] y el descubrimiento arqueológico del tesoro visigótico de Guarramar lo confirma.
El rito del Lucernario



La asamblea litúrgica, reunida en oración, al encender las lámparas, daba gracias a Dios, proclamando la llegada de la luz indeficiente. La Tradición Apostólica, atribuida a San Hipólito, describe la introducción de la lámpara en la cena comunitaria: “Te damos gracias, Señor, por tu Hijo Jesucristo, por quien nos esclareciste revelándonos la luz incorruptible”[7]. También las Constituciones Apostólicas señala la recitación del salmo lucernario (con seguridad el salmo 140) y una oración conclusiva proclamando Cristo como causa de la luz del conocimiento y de la revelación[8]. La celebración de las Vísperas se unía, al rito del lucernario, como lo muestra el Concilio primero de Toledo (a. 400)[9]. El rito del Lucernario se conserva de manera muy especial y significativa en la noche pascual[10].

La fiesta de Santa Lucía en Suecia.
En los países escandinavos, de manera especial en Suecia, se celebra la festividad de Santa Lucía en medio del tiempo de Adviento. En esta fiesta, de origen católico, se representa una procesión con luminarias protagonizada, principalmente por niñas y jovencitas (aunque también participan los niños), vestidas con túnicas blancas, velas y lámparas. Una de las jovencitas representa el papel de Lucía, vestida con alba blanca y cíngulo rojo en la cintura y una corona en la cabeza, formada por ramas y hojas de arándano sobre la que se fijan unas velas. Santa Lucía es acompañada por un cortejo de niñas (tärnor="doncellas") y stjärngossar ("niños de la estrella", en una posible alusión a la figura de los reyes magos) a los que se les viste con cucuruchos de cartón con estrellas, a modo de los capirotes de nazarenos. La procesión es acompañada de cantos y deseos que expresan que la luz vencerá sobre la tiniebla. La representaciones van acompañadas de comidas especiales y encuentros entre familias, festivales escolares. La corona de luz sobre las cabeza, el decorado de hojas húmedas que evite riesgo de quemaduras, el deseo de paz y felicidad y la preparación de la Navidad son temas coincidentes con la corona de Adviento. De la fiesta de Santa Lucía sueca tenemos noticias desde el siglo XIX, sin embargo, fue a comienzos del siglo XX, cuando alcanzó más popularidad.
El origen de esta costumbre podemos vislumbrarla en que el día 13 de diciembre era para el calendario Juliano el día del solsticio de invierno hasta la reforma del papa Gregorio XIII (calendario Gregoriano) el día 4 de octubre de 1582, que añadió 10 días. Sin embargo, no todos los países aceptaron el calendario gregoriano. Inglaterra, las colonias norteamericanas, y otros países de iglesias evangélicas no adoptaron la reforma. Inglaterra y Suecia la adoptaron el 2 de septiembre año 1752, añadiendo once días de corrección. Todavía las iglesias ortodoxas no aceptan el calendario gregoriano. El directorio sobre la piedad popular y la liturgia (DPL) señala en el número 100 la importancia de conservar las témporas de invierno. Éstas giran sobre el solsticio de invierno como comienzo del ciclo de la naturaleza.

3.      LA CORONA DEL ADVIENTO OBJETO LITÚRGICO
El encendido progresivo de las velas de la corona de Adviento, es una tradición familiar antes que litúrgica. Como en la Hanukkah judía es la familia la que es congregada para leer una lectura breve de la palabra de Dios, rezar una oración y encender la corona. El DPL señala en el número 98 que la costumbre germánica y norteamericana de la colocación de cuatro cirios sobre una corona de ramas verdes se ha convertido en un símbolo del Adviento en los hogares cristianos.

a) En el Bendicional


La corona de Adviento no aparece en las ediciones típicas de los libros litúrgicos. Si existe en la edición castellana del Bendicional. Resulta muy interesante en donde se encuentra en el libro litúrgico: En la tercer parte, dedicada a “las bendiciones de las cosas que en las iglesias se destinan al uso litúrgico o a las prácticas de devoción”, dándoles una consideración litúrgica y no devocional, pues no figura en la cuarta parte, la de las“bendiciones dedicadas a ciertos objetos de devoción del pueblo cristiano”. El capítulo XXXVII está dedicado a la Bendición de la corona de Adviento. Este capítulo comprende una introducción pastoral (núms. 1235-1237); Un formulario para la bendición de la corona en familia (núms. 1238-1240) y un formulario de bendición en la Iglesia (núms 1241-1242): Al comienzo de la celebración de la Misa, después del saludo inicial y sustituyendo el acto penitencial. La formula de bendición es la misma tanto para la familia como para la iglesia (nums. 1240. 1242). En la misa esta bendición se repite cada domingo, sustituyendo el rito penitencial según se desprende de la rúbrica del núm 1242: “Y se enciende el cirio que corresponda según la semana del Adviento”. Se trata de una novedad importante para la consideración de la corona, pues el hecho de recibir una bendición la convierte en un verdadero sacramental, y además, al hacerlo en sustitución del acto penitencial, la convierte en un verdadero rito litúrgico, que contiene una monición y una oración. La liturgia está formada, según la cita afortunada del concilio, por ritos y oraciones, “per ritus et praeces” (SC 48), o bien,  textos y ritos “textus et ritus” (SC 21), por lo que podemos declarar que el Bendicional Castellano[12] aprobado por la Santa Sede, eleva la Corona de adviento al rango de rito y objeto litúrgico. Esto supone una riqueza, espiritual y eucológica del libro litúrgico, que cumple con el número 79 de la Constitución de liturgia, que pide, en la reforma de los sacramentales, puedan añadirse otros nuevos, de cara a la participación activa consciente de los fieles, según la necesidad.
En las observaciones previas núms. 1235- 1237 exponen el significado de la corona del adviento. “La corona es un signo que expresa la alegría del tiempo de preparación a la Navidad”. “La bendición subraya el significado religioso del signo” (nº 1235). La Luz indica el camino, aleja el miedo y favorece la comunión; es símbolo de Jesucristo luz del mundo”(nº 1236). La gradualidad del encendido indica la ascensión progresiva hacia la plenitud de la Navidad (nº1236). Todos estos contenidos son los que hemos desarrollado en nuestra exposición; la referencia indirecta a la fiesta de Hanukka se hace patente en estos párrafos. “El color verde de la corona significa la vida y la esperanza” (nº 1236). La corona del Adviento es, pues un símbolo de la esperanza de que la luz y la vida triunfarán sobre las tinieblas y la muerte. Porque el Hijo de Dios se ha hecho hombre por nosotros, y con su muerte nos ha dado la verdadera vida (nº 1237).
Lo expuesto hasta ahora nos lleva a afirmar que la Corona de Adviento no es un objeto alitúrgico, ni simplemente una transposición pagana costumbres ancestrales. Los simbolismos naturales no son ni paganos ni cristianos, son simplemente religiosos, se hacen patentemente cristianos cuando la Palabra de Dios y la oración los iluminan y los explican. La liturgia actual ha hecho un bello proceso de inculturación para asumir, en las iglesias y las celebraciones, la corona de las luces del Adviento como el objeto que define, de manera plástica, el sentido de este tiempo. Además posee una gran fuerza evangelizadora en el seno de la familia, que se reúne (como el Belén navideño o el árbol de Navidad) en oración entorno al encendido de sus llamas.
b)     En la piedad popular y tradiciones orientales
El DPL añade un significado nuevo: “La corona de Adviento... es memoria de las diversas etapas de la historia de la salvación antes de Cristo...”. El Directorio recoge una de las tradiciones que explican el significado. Según ésta, la primera luz simbolizaría el perdón otorgado a Adán y Eva;  la segunda, la fe de Abraham y de los patriarcas; la tercera sería expresión del gozo de David y de los Hijos de Sión, que se alegran con la venida de su Rey; la cuarta simbolizaría la enseñanza de los profetas, que anunciaron que el Mesías nacería de la Virgen María. Pero para otras tradiciones, a la primera candela representa la penitencia y se la llama “la Vela del Profeta”. La segunda, llamada “la Vela de Belén”, por la profecía de Miqueas (Mi 5, 2; Cfr. Mt 2, 6;  “Y tu Belén de Efrata, pequeña para estar entre las familias de Judá”,) representa la humildad. La tercera candela significa gozo es llamada “la Vela de los Pastores”, que recuerda que ha pasado ya más de la mitad del tiempo de Adviento. La cuarta candela significa la Paz, y se llama “Vela de los Ángeles”, que al anunciar la llegada del Mesías desearon paz a los hombres de buena voluntad (“pax hominibus bonæ volutatis”).
En cuanto al color varia también según las tradiciones. En algunos lugares de tradición católica las velas adoptan el color litúrgico, de este modo, el significado de las velas se enlaza con el color; las tres velas del color morado hacen más referencia a la conversión y a la preparación, la vela rosa, al gozo de la espera, pues se ha alcanzado la mitad del Adviento. También se utiliza el color azul añil sobre todo en las iglesias de tradición Anglicana e Iglesias evangélicas, que quieren reservar el morado para la cuaresma. En otras tradiciones se coloca también una vela blanca que se enciende en navidad como signo de la luz de Cristo, el sol que nace de lo alto. Los colores de las velas de la corona de adviento no dejan de ser una adaptación a su uso litúrgico, bien podrían ser del color natural de la cera.
Algunas familias e iglesias de rito oriental han asumido la corona de adviento colocándole, en lugar de cuatro, seis velas, debido a que el tiempo de Subbara(anunciación) de preparación para la Navidad dura seis semanas para los siro-occidentales (los caldeos tienen cuatro) y cuatro semanas para los ritos siro-orientales. La liturgia Bizantina no tiene un periodo definido para la preparación de la Navidad, Éste comienza el segundo domingo anterior a la fiesta y de manera propia a partir del 20 de diciembre.
En cuanto a la decoración de la corona, además de las ramas de hojas perennes: abeto, pino, arándano, muérdago... en ocasiones se le colocan manzanas de adornos o bolas rojas en alusión a la manzana del pecado[13] y a Cristo, fruto del árbol de la Cruz; si por el fruto de un árbol hemos sufrido la muerte, por el fruto del Árbol hemos recibido la salvación[14].  Esta simbología está presente en otro objeto litúrgico y devocional: él árbol de navidad. Pero, esa es otra historia, y como dijo un novelista contemporáneo tendrá que ser contada en otra ocasión...
Pedro Manuel Merino Quesada.





[1] Cfr. P. Grison, ”lámpara”, en   J. Chevalier – A. Gheerbrant. Diccionario de los símbolos. Barcelona 2003. 627-628.  AA.VV., “Luz”, en Ibidem. 663-668.
[2] Mediados de diciembre: En el año 2009 el 12 de diciembre; en el año 2010 el 2 de diciembre; en el año 2016 coincidirá con 25 de diciembre; Cfr. World Wide Web: http://en.wikipedia.org/wiki/Hanukkah
[3] La raíz hebrea “HNK” hace referencia al verbo consagrar, dedicar, o bien el templo, o el altar.
[4] Cfr. World Wide Web: http://www.jewishvirtuallibrary.org/jsource/Talmud/shabbat2.html.
[5] Algunas comunidades sefardíes y Mizrahim suele cantar el himno Ma'oz Tzur escrito en Alemania en la Edad Media. El himno recorre la historia de la salvación, dando gracias, por la liberación del Éxodo, El Cautiverio en Babilonia, el milagro de la festividad de la Purim, y la victoria Macabea.
[6] M. FerotinLe liber ordinum, en usage dans l’Église wisigothique et mozarabe d’Espagne du cinquième au onzième siècle, reimpresión de la edición de 1904 preparada y presentada por Anthony Ward, SM y Cuthbert Johnson, Bibliotheca & Ephemerides Liturgicæ.- Subsidia. Instrumenta Liturgica Quarreriensia. CLV - Edizioni liturgiche. Roma 1996,col 165-166.
[7] “Didajé”, cap. 25, ed. en “La Didaje y la Tradición Apostólica”, Cuadernos Phase 75, Barcelona 1996, 40.
[8] “Las Constituciones Apostólicas”, Lib. VIII, 35, 1. 37, 5, ed. en Cuadernos Phase 181, Barcelona 2008, 282-284.
[9] Monumenta Hispanie Sacra (MHS), La  Colección Hispánica, Concilios Galos, concilios hispanos, primera parte, Madrid 1984. Vol. IV, 332 nº 110. 
[10] F.M. Arocena, “Ipsius sunt tempora . Los ritos sobre el cirio pascual: entre historia, teología y oración”: Ecclesia Orans 24 (2007) 145-172.

[12] No sé si también aparece en el Alemán
[13] La manzana aparece en la versión aramea de la biblia en Targum Onkelos.
[14] Las representaciones románicas de la Inmaculada Concepción de María, muestran a la Virgen que en su mano enseña una manzana en alusión al fruto bendito de su vientre que curará el veneno mortal del fruto del primer árbol.

FUENTE:





CAPÍTULO XXXVII DEL BENDICIONAL
BENDICIÓN DE LA CORONA DE ADVIENTO

1235. La «Corona de Adviento» o «Corona de las luces de Adviento» es un signo que expresa la alegría del tiempo de preparación a la Navidad.
Por medio de la bendición de la corona se subraya su significado religioso.

1236. La luz indica el camino, aleja el miedo y favorece la comunión.
La luz es un símbolo de Jesucristo, luz del mundo. El encender, semana tras semana, los cuatro cirios de la corona muestra la ascensión gradual hacia la plenitud de la luz de Navidad. El color verde de la corona significa la vida y la esperanza.

1237. La corona de Adviento es, pues, un símbolo de la esperanza de que la luz y la vida triunfarán sobre las tinieblas y la muerte. Porque el Hijo de Dios se ha hecho hombre por nosotros, y con su muerte nos ha dado la verdadera vida.

I. RITO DE LA BENDICIÓN EN LA FAMILIA
1238. El ministro, al comenzar la celebración, dice:
Nuestro auxilio es el nombre del Señor.
Todos  responden:
Que hizo el cielo y la tierra.

MONICIÓN INTRODUCTORIA
Al comenzar el nuevo año litúrgico vamos a bendecir esta corona con que inauguramos también el tiempo de  Adviento.
Sus luces nos recuerdan que Jesucristo es la luz del mundo.
Su color verde significa la vida y la esperanza.

El encender, semana tras semana, los cuatro cirios de la corona debe significar nuestra gradual preparación para recibir la luz de la Navidad.

1239. Uno de los presentes, o el mismo ministro, lee un breve texto de la sagrada Escritura, por ejemplo:
Is 60, 1: ¡Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti!

1240. Luego el ministro, si es sacerdote o diácono, con las manos extendidas, si es laico, con las manos juntas, dice la oración de bendición:
Oremos.
La tierra, Señor, se alegra en estos días, y tu Iglesia desborda de gozo ante tu Hijo, el Señor, que se avecina como luz esplendorosa, para iluminar a los que yacemos en las tinieblas de la ignorancia, del dolor y del pecado.
Lleno de esperanza en su venida, tu pueblo ha preparado esta corona con ramos del bosque y la ha adornado con luces.
Ahora, pues, que vamos a empezar el tiempo de preparación para la venida de tu Hijo, te pedimos, Señor, que, mientras se acrecienta cada día el esplendor de esta corona, con nuevas luces, a nosotros nos ilumines con el esplendor de aquel que, por ser la luz del mundo,iluminará todas las oscuridades.
Él que vive y reina por los siglos de los siglos.
R. Amén.
Y se enciende el cirio que corresponda según la semana de Adviento.

II. RITO DE LA BENDICIÓN EN LA IGLESIA
1241. La «Corona de Adviento», que se ha instalado en la iglesia, se puede bendecir al comienzo de la Misa. La bendición se hará después del saludo inicial, en lugar del acto penitencial.
MONICIÓN INTRODUCTORIA
Hermanos: Al comenzar el nuevo año litúrgico vamos a bendecir esta corona con que inauguramos también el tiempo de Adviento. Sus luces nos recuerdan que Jesucristo es la luz del mundo. Su color verde significa la vida y la esperanza.
La corona de Adviento es, pues, un símbolo de que la luz y la vida triunfarán sobre las tinieblas y la muerte, porque
el Hijo de Dios se ha hecho hombre y nos ha dado la verdadera vida.
El encender, semana tras semana, los cuatro cirios de la corona debe significar nuestra gradual preparación para recibir la luz de la Navidad. Por eso hoy, primer domingo de Adviento, bendecimos esta corona y encendemos su primer cirio.

1242. Luego el ministro, si es sacerdote o diácono, con las manos exüdidas, si es laico, con las manos juntas, dice la oración de bendición:
Oremos.
La tierra, Señor, se alegra en estos días, y tu Iglesia desborda de gozo ante tu Hijo, el Señor, que se avecina como luz esplendorosa, para iluminar a los que yacemos en las tinieblas de la ignorancia, del dolor y del pecado.
Lleno de esperanza en su venida, tu pueblo ha preparado esta corona con ramos del bosque y la ha adornado con luces.
Ahora, pues, que vamos a empezar el tiempo de preparación para la venida de tu Hijo, te pedimos, Señor, que, mientras se acrecienta cada día el esplendor de esta corona, con nuevas luces,
a nosotros nos ilumines con el esplendor de aquel que, por ser la luz del mundo, iluminará todas las oscuridades.
Él que vive y reina por los siglos de los siglos.
R. Amén.
Y se enciende el cirio que corresponda según la semana del Adviento.